Presentación

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jueves, 11 de agosto de 2016

Dos Líneas (segunda parte)

Continuación de: Dos líneas (primera parte)
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Después de hallar esos tres cuerpos, los policías vieron la necesidad de registrar toda la habitación, dado que era evidente que estaba ocurriendo algo fuera de lo normal. Un detective fue llamado a la escena para tal efecto; Jorge me dijo el nombre… ¿cuál era el nombre? No lo recuerdo. El detective de inmediato elaboró un reporte detallado de las circunstancias generales en que se encontraban los cadáveres. Sin embargo, según afirma Jorge, un segundo reporte en el que el detective detallaba mayormente las condiciones específicas de cada uno de los cuerpos, tomando algunas notas preliminares para el esclarecimiento de las causas de la muerte de cada una de estas personas, quedó inconcluso. En él, según dice Jorge, no había grandes avances realmente, puesto que ninguna de las notas tomadas por el detective parecía conducir a alguna conclusión sobre las muertes, y lo que más había en esas notas eran razones para descartar algunas de las posibilidades.
En resumidas cuentas, parece ser que no había motivos para creer que alguno de los muertos hubiese sido víctima de envenenamiento, cuestión que había que temer, pues una de las posibilidades más obvias ante el ojo de cualquiera respecto de este caso, sería la de que la habitación hubiese sido invadida por alguna especie de gas venenoso —razón por la cual los policías habían determinado no entrar más ahí sin protección ante sustancias inhalables— o que hubiesen sido envenenados por vía de su comida, lo cual ha sido ya descartado. El mismo detective siguió aquella disposición mientras realizaba su escrutinio, pues fue cuidadoso en usar un respirador especial con varios filtros. Por otra parte, el detective se atrevió a mover por primera vez los cuerpos, luego de registrar todos los escondrijos del cuarto en busca de aberturas sospechosas o contenedores o dispositivos que hubiesen podido ser usados para liberar algún gas en la habitación, y buscó en ellos rastro de alguna herida que les hubiese podido causar la muerte o evidencias de alguna enfermedad. Nada de ello pudo encontrar, salvo por algunos moretones —atribuibles a la caída— en el cuerpo de la madre, de modo que habría que esperar a realizar una autopsia. Pero el detective decidió entonces continuar con estas nuevas averiguaciones y tomó extensa nota de la vestimenta que portaba cada uno de los cuerpos. También procedió a describir el escritorio de López de Gracia y cada uno de los objetos que en él se encontraban, estableciendo que no había rastros de violencia en ninguna parte. Pero sus anotaciones sobre los objetos del escritorio quedaron inconclusas: justo cuando comenzaba a describir el aspecto del Cuaderno de intentos y frases sueltas. Cuando los gendarmes entraron a la habitación —debidamente protegidos por máscaras con filtros—, para ver si el detective requería alguna cosa o si estaba por terminar su indagación, lo encontraron tirado en el suelo, sin vida, justo a un lado de la silla de Rubén, en posición similar a la que tenía la madre del escritor cuando la encontraron. En las manos del detective estaba todavía la libretilla en que hacía sus anotaciones, cuando le retiraron la máscara, sus ojos estaban bien abiertos y su rostro tenía una expresión de sorpresa. Lo último que había escrito en su libreta decía: “un libro abierto sobre el escritorio, hojas anchas y blancas (libro en que, evidentemente, escribía el señor Rubén López), dos líneas escritas en la página visible, las líneas dicen:...” y justo ahí termina lo escrito por el detective. Jorge insiste en que al leer las líneas para transcribirlas, el detective sucumbió al hechizo de esas palabras que él, el buen Jorge, no se ha atrevido a leer y ha tratado de mantenerlas fuera de su vista.
Yo leeré ese cuaderno, de eso estoy seguro. Es por ello que me dirijo a la casa de López de Gracia, en donde todavía se encuentra el cuaderno con su “página maldita” y donde Jorge, que ha quedado temporalmente a cargo del lugar me ha prometido dejarme entrar.
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L. Pulpdam

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